Como suele ser la Argentina, de pasarse de un externo a otro, esta vez en la capital nadie podrá tener un solo gramo de alcohol en sangre mientras maneje un vehículo. No se trata de una ley seca (donde está prohibida la venta de bebidas alcohólicas), sino de la restricción de conducir para los que hayan bebido.
La iniciativa -autorizada por el Concejo Deliberante- trajo elogios y polémica. Ayer, en plena vigencia de la ordenanza 13.452, pareció que la medida tuvo buena aceptación de los conductores. Pero es muy pronto para juzgar esa política a corto plazo, si lo que se pretende es evitar accidentes de tránsito. Es que no sólo los conductores ebrios quebrantan la ley y la convivencia, sino también los sobrios. Y a juzgar por cómo se maneja todos los días, se sabe que hace falta un cambio cultural enorme, que vaya mucho más allá de las restricciones y multas. Es una cuestión de conciencia, una frase que parece un slogan pero que toma cuerpo cada vez que alguien conocido se mata en una ruta. Pero el problema de la medida es la unificación de criterios regionales.
Hoy pareciera que puede haber consenso con el pacto contra el alcohol y las drogas que hicieron los dos gobernadores de Neuquén, Omar Gutiérrez, y de Río Negro, Alberto Weretilneck. Es que por estos días, quien viva en Cipolletti y haya tomado una copa de vino tal vez no pueda cruzar el puente por lo controles. Neuquén le dijo no al alcohol al volante y se puso a la vanguardia, como en Uruguay y algunos países del este de Europa. Si la medida es acertada, sólo lo dirá el tiempo, que no será más de un año, para visualizar los resultados.
En la capital ya no se puede tomar alcohol y manejar. Ni una sola gota. Aún se esperan los resultados.