LA PAMPA. ESTANCIAS, MENONITAS Y CIERVOS - Piedra OnLine

InformaciĆ³n del Mundo

martes, 25 de marzo de 2014

LA PAMPA. ESTANCIAS, MENONITAS Y CIERVOS

La Pampa tiene el caldƩn
Un viaje por las rutas y caminos de tierra de La Pampa hasta la colonia menonita cercana a GuatrachƩ, la Reserva Provincial Parque Luro para ver la brama de los ciervos en celo, las salinas en Jacinto ArƔuz y una estancia rodeada de puro verde.


Por JuliƔn Varsavsky
Fotos de Bernardino Ɣvila

Nuestro plan, en principio, es una gira por la Patagonia. Partimos a media maƱana desde Buenos Aires sin itinerario fijo y la primera parada es Santa Rosa de La Pampa, una “ciudad de paso”. Al atardecer nos alojamos en la estancia Villaverde, a nueve kilĆ³metros del centro, pero donde se ve la planicie pampeana a los cuatro costados hasta donde pierde el foco la mirada. La idea es pasar la noche en un lugar agradable y seguir rumbo a NeuquĆ©n.

Amanece y nos despierta una superposiciĆ³n de trinos: teros, cardenales y jilgueros compiten para ver quiĆ©n canta mĆ”s fuerte. No dan ganas de partir y remoloneamos por demĆ”s en la cama. Al abrir la ventana inunda el ambiente un refrescante aroma a verde de la lluvia de anoche. Miramos el reloj y lo que tienta no es agarrar el volante sino salir a caminar por la pampa.


En el desayuno sirven unos pastelitos de antologĆ­a con dulce de membrillo. Y mientras nos activamos aparece otra vez la pampa infinita tras el ventanal del desayunador. Nuestro anfitriĆ³n, Hugo FernĆ”ndez Zamponi, pregunta si deseamos recorrerla a la antigua, en un carruaje francĆ©s comprado por sus abuelos en 1935. Ni lo dudamos.

Un guĆ­a vestido de gaucho nos conduce en el carruaje por una calle de tierra entre dos paredes arboladas con eucaliptos que no dejan pasar la luz. Al salir del tĆŗnel vegetal nos internamos en la planicie tapizada por pasto puna para avanzar rumbo al horizonte. En la lejanĆ­a una pareja de huĆ©spedes hace lo mismo que nosotros pero a caballo, y parecen dos puntitos en la inmensidad, donde se erigen ellos y un caldĆ©n solitario.

Al regreso pasamos por la reconstrucciĆ³n de un fortĆ­n que perteneciĆ³ al EjĆ©rcito durante la CampaƱa del Desierto, donde estĆ”n los ranchos de la comandancia y la tropa, el pozo de agua y el horno de barro, rodeados por una cerca de palo a pique. AdemĆ”s se ha levantado un mangrullo, la precaria “torre” que tenĆ­an los fortines para vigilar el acecho del enemigo, cuya base fue el resto arqueolĆ³gico que permitiĆ³ identificar este fortĆ­n del aƱo 1870.

Un par de ciervas en la Reserva Parque Luro, listas para responder a la brama de los machos.
CIERVOS EN CELO La segunda noche transcurre sublime en la inmensidad pampeana. Nos alejamos unos metros del casco de la estancia para observar un firmamento estrellado como no hemos visto otro jamƔs. No sopla siquiera una brisa y no hace frƭo ni calor. El silencio es absoluto, salvo por el chistido de una lechuza, el grito alarmado de un tero y el mugido lejano de una vaca. La cama nos llama.

–¿SabĆ­an que estamos en plena brama del ciervo en el Parque Luro? –nos pregunta en la maƱana Hugo con simulada ingenuidad.

–No, ¿de quĆ© se trata? –interrogamos con ingenuidad real.

Resulta que cada aƱo, entre el 15 marzo y fines de abril, la comunidad de ciervos de la Reserva Provincial Parque Luro entra en celo, generando un espectƔculo natural que parece un documental de fauna visto en directo.

La pregunta de nuestro anfitriĆ³n es a todas luces una efectiva trampa para retenernos un rato mĆ”s en la provincia. AsĆ­ que partimos hacia el Parque Luro, a 35 kilĆ³metros de Santa Rosa, en principio para pasar unas horas allĆ­ y seguir viaje.

Al ingresar al Parque vemos el imponente palacio blanco levantado en 1911 para el terrateniente Pedro Luro, en una planicie rodeada de estatuas. Cada hora comienza una visita guiada y nos sumamos a una.

El edificio es obra del arquitecto francĆ©s Alberto Favre, con un estilo Luis XVI que propone un regreso al clasicismo, con abundantes motivos griegos y romanos. Entre las excentricidades de este hacendado hay una cocina exterior –para evitar el olor a comida en el palacio– conectada al edificio por un tĆŗnel para que los visitantes no vieran a los mozos traer la comida por el jardĆ­n lateral.

El seƱor Luro hizo de sus jardines un coto de caza, como se acostumbraba entre la realeza europea. Por eso introdujo ciervos colorados traƭdos de Europa, para entretener con la caza a sus amigos de visita. Pero esos ciervos carecƭan de predadores y se reprodujeron de manera inesperada: ahora pueblan varios sectores de la Patagonia y llegan hasta la provincia de San Luis.

Terminada la visita histĆ³rica, es hora de ir a ver a los ciervos en estado natural. Arrancamos a pie, bordeando el excelente camping del Parque Luro, cuando aparecen las primeras hembras de ciervo acercĆ”ndose a tomar agua. Las vemos con cierta cercanĆ­a pero al divisarnos huyen hacia el bosque de caldenes. Almorzamos en la confiterĆ­a del camping y el mozo nos explica que para ver mejor a los ciervos hay que esperar el atardecer, cuando salen del bosque.

Extendemos una lona a la sombra de un caldĆ©n y nos entregamos a una profunda siesta que estaba fuera de todo plan. Luego de un cafĆ©, en el puesto de informaciĆ³n un guardaparque nos derriba el mito de que “La pampa tiene el ombĆŗ”. Pues resulta que el bifurcado ombĆŗ estĆ” en la Pampa hĆŗmeda de la provincia de Buenos Aires, y no tanto en el centro y sur de la provincia de La Pampa, cuyo ambiente de transiciĆ³n estĆ” mĆ”s emparentado con la Patagonia. AsĆ­ que aquĆ­ “la pampa tiene el caldĆ©n”, un Ć”rbol aparasolado pariente del algarrobo.

Al atardecer salimos a caminar por los senderos de avistaje de fauna donde aparecen una pareja de ƱandĆŗes y una mulita. A esa hora, como si estuvieran coordinados, los ciervos machos comienzan a bramar llamando a las hembras. La organizaciĆ³n social de los ciervos en Ć©poca de brama es el harĆ©n. Los machos lanzan sus bramidos para atraer a las hembras, y asĆ­ marcan el territorio. El bramido tambiĆ©n les advierte a los otros machos quiĆ©n es el mĆ”s fuerte: muchas veces las disputas son a los empujones, embistiĆ©ndose con las ramificadas cornamentas, aunque rara vez alguno sale lastimado.

El harƩn de un macho puede tener mƔs de quince hembras, que son copuladas en un acto sexual que dura cuatro segundos. Terminada la Ʃpoca de brama, los machos se esconden solitarios en el bosque y casi no vuelven a salir. En cambio las hembras se pueden ver todo el aƱo con facilidad.

El sendero culmina junto a las cabaƱas del Parque Luro, equipadas con agua caliente, calefacciĆ³n y aire acondicionado. La curiosidad nos gana y pedimos verlas. Al poner la llave en la cerradura vemos a tres ciervos hembra pastando a un costado de la cabaƱa. No hay mucho que pensar: nos quedamos.

DespuĆ©s de la cena en el comedor del complejo llega Eduardo Vignau con dos telescopios portĆ”tiles para ofrecerles a los huĆ©spedes una clase de astronomĆ­a. El estudioso se toma su tiempo para enfocar algo en el cielo y al asomar el ojo por la mirilla descubrimos la superficie de la luna con una nitidez absoluta, donde se distinguen sus crĆ”teres. Luego llega el turno de JĆŗpiter.

La noche termina con un debate filosĆ³fico bajo las estrellas acerca del concepto del espacio infinito y el hipotĆ©tico nĆŗmero finito de galaxias que podrĆ­an existir en el espacio exterior. Con esa inquietud nos vamos a dormir.

Antes de ir al cuarto Vignau hace un comentario al pasar: “A 20 minutos de GuatrachĆ© hay una comunidad menonita, donde la gente vive por decisiĆ³n propia casi como en la Edad Media, sin electricidad, telĆ©fono ni auto, siguiendo una interpretaciĆ³n extrema de la modestia cristiana y el carĆ”cter sacrificado de la existencia”.

Un grupo de chicos menonitas de la colonia Nueva Esperanza, prĆ³xima a GuatrachĆ©.
COMO EN LA EDAD MEDIA Amanece, abro la ventana y un cierva me mira fijo por un instante. Le saco una foto y huye hacia un monte. Durante el desayuno pregunto quĆ© distancia hay hasta GuatrachĆ©: dos horas y media de viaje. La decisiĆ³n estĆ” tomada.

En la Oficina de Turismo de GuatrachƩ contratamos un guƭa para que nos interne en los secretos del poblado menonita Nueva Esperanza. Con tanta buena suerte que nos cruzamos con Gertrudis y su hermana, dos menonitas que regresan al pueblo luego de una visita al mƩdico: las llevamos.

Las dos menonitas son rubias de ojos azules, altas y de piel transparente. Usan vestido largo sin botones, un paƱuelo les cubre cabeza y cuello, y calzan anticuadas sandalias arriba de medias blancas. Gertrudis naciĆ³ en Nueva Esperanza hace 21 aƱos y habla espaƱol con acento alemĆ”n y pequeƱos errores. Su hermana, cinco aƱos mayor, casi no entiende palabra en castellano. Con el guĆ­a –a quien conoce bien– Gertrudis habla, bromea y hasta se rĆ­e. Pero a los extraƱos les responde con monosĆ­labos: “¿Te gusta cĆ³mo juega Messi?”. “No sĆ©.” “¿Pero sabes quiĆ©n es?” “No.” “¿Y Maradona?” “Tampoco.”

Ocurre que los menonitas son una secta anabaptista derivada del protestantismo de Lutero, una opciĆ³n radical por un cristianismo puritano y ascĆ©tico en la que no se permite usar luz elĆ©ctrica, escuchar mĆŗsica, tener telĆ©fono, auto, radio ni televisiĆ³n. Entre ellos hablan un antiguo dialecto mezcla de alemĆ”n con holandĆ©s, que hoy no entienden alemanes ni holandeses. No reconocen patria ni Estado. Tienen DNI pero no votan y educan a sus hijos en sus propias escuelas, donde el Ćŗnico libro que se lee es la Biblia. AdemĆ”s, aprenden a sumar, restar y dividir. Y nada mĆ”s. Entre los 1500 habitantes de Colonia Esperanza que viven encerrados en su mundo –ajenos a toda globalizaciĆ³n y fuera del tiempo– pocos saben quiĆ©n fue San MartĆ­n. Varios menonitas consultados no lo conocen.

Colonia Esperanza es como una aldea medieval europea fuera de tiempo y lugar, no por los edificios sino por la gente. Por las calles de tierra sĆ³lo se ven carros tirados a caballo cargados con tambos de leche, la principal actividad de los menonitas. TambiĆ©n son excelentes herreros, carpinteros y zapateros. Cada casa tiene campo sembrado alrededor y muchos niƱos jugando en el frente, considerados un regalo de Dios, cuya llegada no se debe evitar. En el almacĆ©n de ramos generales Don Jacobo atiende vistiendo su mameluco de rigor –como todos los hombres y niƱos del pueblo– y al caer el sol alumbra su negocio con un tendido de caƱos de gas con lĆ”mparas de camping. En un estante hay cinco rĆŗsticas planchas de acero como las de antes, que se calientan a carbĆ³n.

MontaƱas de sal en la salina La Colorada Chica, aĆŗn en producciĆ³n, cerca de Jacinto ArĆ”uz.
ATARDECER EN LA SALINA Regresamos a pasar la noche en GuatrachƩ. Y les vamos tomando el gustito a las planicies desoladas de La Pampa: ahora ya no nos queremos ir.

Al dĆ­a siguiente visitamos la salina Colorada Chica y en el camino pasamos a buscar al guĆ­a Miguel RodrĆ­guez en el pueblo de Jacinto ArĆ”uz, quien nos cuenta la historia de la salina aĆŗn en producciĆ³n. Al final de la blanca caminata el guĆ­a nos pregunta si queremos ir al cercano pueblo fantasma de Colonia San Rosario, creado por inmigrantes alemanes del Volga en 1920, hoy abandonado. Miguel agrega que en el pueblo de Chacharramendi existe una pulperĆ­a creada en 1901.

Los comentarios del guĆ­a nos resultan sospechosos. Y concluimos que existe un complot: los pampeanos no quieren que uno se vaya, con el objetivo de derrumbar ese otro mito de que “en la pampa no hay nada para los viajeros”. A esta altura es evidente que el mito es falso, pero esta vez nos ponemos firmes y torcemos estoicamente nuestro deseo vuelto a tentar: doblamos hacia el sur en la RP152 rumbo a NeuquĆ©n.