Parece claro que Erdogan gana y, con ello, se acelera sin remedio la deriva de Turquía hacia una república de corte islámico.
Un golpe de estado en Turquía era lo último que podía esperar nuestra opinión pública, por más que Erdogan denuncie episódicamente oscuras conjuras y por más, también, que no sean ningún secreto las numerosas resistencias que despierta la política islamizante del presidente turco. El episodio aún está entre brumas, pero ya es posible ver con claridad algunos datos. Ante todo: para comprender el golpe de estado en Turquía hay que poner en perspectiva lo que ha pasado antes y lo que ha pasado después.
¿Lo que ha pasado antes? Erdogan lleva aplicando desde 2003 una política rectilínea con el objetivo de reislamizar Turquía y, por así decirlo, devolverle su condición de última sede del califato histórico, condición perdida desde la revolución laica de Ataturk en 1920. Parte importante de esa política es la reforma constitucional, de momento frustrada, que pondría muy amplios poderes en manos del presidente, es decir, del propio Erdogan. Ya hubo una primera reforma en 2010 que limitó el poder del ejército y los jueces, auténticos pivotes sobre los que descansa el edificio de la república laica; ahora el objetivo es completar el proceso. Jueces y ejército siguen siendo el principal obstáculo de Erdogan en su política de reislamización.Pero en el último año Erdogan ha sufrido muchos reveses: se siente traicionado por la Unión Europea, a la que quiso chantajear con la crisis de los inmigrantes y de la que no ha obtenido los rendimientos esperados; se siente traicionado por los Estados Unidos, que están apoyando a los kurdos en Irak al mismo tiempo que él intenta aplastar a los kurdos de Turquía; se siente traicionado por el Estado Islámico, hacia el que la política turca ha sido dolosamente ambigua y que ha respondido con atentados imprevisibles. Tal vez todo esto explique la dimisión del primer ministro Ahmet Davutoglu el pasado mes de mayo. Lo que sí explica, con toda seguridad, es el reciente y sorpresivo giro de la política de Erdogan, que el pasado 28 de junio llamaba a Putin, pedía perdón por el derribo de un caza ruso sobre territorio sirio y proponía reanudar las relaciones bilaterales con Moscú; giro acentuado pocos días después por el nuevo primer ministro, Binali Yildirim, que declaraba su objetivo de desarrollar buenas relaciones con Siria, su acérrimo enemigo (bien es cierto que, veinticuatro horas después, Yildirim matizaba que para ello es imprescindible la salida de Al-Asad).
Con todos estos datos en la mochila, y a ojos de cualquier observador, el golpe del 15 de julio sólo podía responder a dos hipótesis: o bien era una maniobra del propio presidente en una tentativa de acelerar la islamización, cosa que parecía bastante improbable en un ejército tradicionalmente laico –por más que Erdogan haya hecho “limpieza” en los últimos años-, o bien se trataba de una demostración de fuerza del poder laico frente a los propósitos del nuevo “sultán”. Todo indica que es esto último lo que ha sucedido, si bien sorprende la rapidez con la que el Gobierno ha aplastado la intentona. Un golpe no se prepara en tres días, pero en este caso parece obvio que la operación ha adolecido de cierta precipitación. Tal vez eso permita vincular más estrechamente el golpe a los movimientos del gobierno en las últimas semanas hacia Rusia y Siria: la sublevación de parte del ejército habría sido una reacción de los elementos menos sumisos al alejamiento de Occidente. A eso parecen apuntar también las interpretaciones de las terminales norteamericanas.
Erdogan ha acusado de mover los hilos del golpe a Fethullah Gülen, un pensador residente en los Estados Unidos. No es la primera vez que el presidente turco señala a Gülen, de manera que esta denuncia hay que tomarla con todas las precauciones. Fethullah Gülen no es un político, sino un filósofo de matriz islámica que, eso sí, está muy lejos de cualquier integrismo. Sus enseñanzas no han sido ajenas a la ola cultural de reislamización del país, y de hecho su movimiento, el Hizmet, ha apoyado públicamente al partido de Erdogan, pero entre ambos hay una diferencia de base. Por decirlo en dos palabras: donde Gülen propone una vía musulmana hacia la modernidad, Erdogan propone una vía moderna hacia la islamización. La doctrina de Gülen apunta deliberadamente a encajar los rasgos mayores de la modernidad occidental en el contexto cultural musulmán, y eso le ha otorgado un amplísimo eco en círculos muy influyentes de las elites del país. Es muy probable que los cabecillas de golpe –el ex jefe de la Fuerza Aérea, por ejemplo, que ha sido detenido- sean lectores de Gülen, pero que el organigrama conduzca al pensador del Hizmet es bastante más problemático.
¿Qué es lo que ha pasado después del golpe? Dos cosas de la mayor importancia, y ambas nos dicen mucho sobre lo que esta asonada se proponía y, aún más, sobre lo que Erdogan tiene en la cabeza. Para empezar, el presidente ha recurrido directamente a sus masas, que han llenado literalmente las calles para hacer frente a los militares sublevados. Esas masas son netamente islamistas, partidarias de reintroducir paulatinamente la sharia o ley islámica en el ordenamiento del país, y comparten el “sueño otomano” de su líder. El segundo elemento es que Erdogan, como era de esperar, no ha perdido el tiempo y ha ordenado inmediatamente la detención o destitución de varios millares de funcionarios en el ejército y la judicatura, es decir, los pilares del régimen laico. El fracaso del golpe ha puesto en manos de Erdogan un instrumento valiosísimo para ejecutar la “purga” que hasta ahora los usos democráticos le habían vetado.
Lo que ahora pueda venir es aún una incógnita, pero parece claro que Erdogan gana y, con ello, se acelera sin remedio la deriva de Turquía hacia una república de corte islámico. Sin duda eso tendrá consecuencias muy pronto en el complejísimo tablero del Oriente Próximo.
domingo, 17 de julio de 2016
Claves para entender el golpe de Turquía
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# Fuente: http://gaceta.es
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